Desde
nubes lejanas
llovieron
en mi patio dos
gotas.
Diáfanas,
transparentes,
como
cristal recién soplado.
Una inundada de mares
en silencio.
La
otra en medio de una tormenta
amenanzando a la tierra.
Al
instante palomares en el pecho
abren
sus puertas y
descorchan la ternura.
La
avaricia se esconde ahora
al
mirarlas del hombre
que
sembraba soledad en
la memoria.
Sin
permiso lo mojan todo,
las
ansias, los versos, el futuro,
las
ganas de beberlas
o
de guardarlas en copas de plata.
Cada
paso un peldaño,
cada
latido aquí
otro acompaña.
Roban
el aliento en la garganta
cuando
bullen sin tino.
Su
temperatura pende de un hilo los
miedos.
La
cordura se atrinchera.
Un
día, esos
mismos riachuelos obedientes
que
acariciaban dóciles las manos
ramonean
ahora al descuido
arbustos
de inconsciencia en sus riveras
para
dar al sosiego vueltas
de campana.
La
vida a cucharadas ensueña
ilusiones
de abogada o
ingeniero,
pero
despierta al final
en
el río que imaginan sus
montañas.
Se
expanden, deciden, se van.
Evaporan
su presencia
en
las fotos cotidianas,
se
transforman en vapor
a merced del viento
y
sus manías.
Pero
conservan el espíritu del arquero,
el
tacto de esa mano que tensó
el
arco y la flecha,
que
ilusionado apuntó alto y soltó cuerda,
soñando con acertarle de
lleno al firmamento.